EL PUEBLO
Existe un pueblo, ni muy al norte ni muy al sur.
Estoy segura de que existe, aunque yo nunca he estado. Mis padres nacieron allí pero yo nací en la ciudad.
Nunca lo he visto, pero estoy segura de que en primavera sus verdes prados se cubren de hermosas florecitas de todos los colores y que en invierno todo se tiñe de blanco. En verano los niños juegan con el agua de las albercas cerca de sus casas y en otoño todo se llena de colores rojizos, marrones y dorados.
De lejos se pueden ver las casitas con sus rojos tejados y, en los alrededores, se divisan los rebaños del pastor y esa vaquita negra que tanto me gusta, como en las postales. También está la iglesia, en el centro del pueblo, con su campanario desde el cual se puede ver todo el pueblo. Y todos los domingos la campana llama a los habitantes de la villa par asistir a la cita.
Todas las calles del pueblo son de cuento: cubiertas de piedras y las paredes de las casas adornadas con macetas de distintos tamaños con una exuberante flor en su interior. También están sentados en la calle el feliz matrimonio de abuelitos que siempre te saludan al pasar y dan galletas caseras a los niños que bajan la cuesta a todo correr detrás de su pelota. Las niñas los miran pasar mientras peinan los rizos dorados de sus muñequitas de blanca porcelana.
El perro labrador del pastor se toma un descanso y juega en el río con los peces ante la atenta mirada del gato desaliñado que siempre está en la esquina y que hoy ha decidido que quiere comer pescado y no ratones.
Nada más amanecer, cuando pase por la calle en la que vive el panadero, oleré los sabrosos bollos al cocerse en los hornos de barro.
A veces, por las mañanas, hay mercado en la plaza y todos salen a comprar. Está el agricultor, con sus verduras recién recolectadas, el panadero no puede faltar, Martina, la mujer que vende flores a los enamorados, las maravillosas telas y mantas de lana para pasar el invierno, la carne, el pescado, los jarrones que, aunque no son de porcelana china, son igualmente bonitos...
Si te fijas bien conseguirás atisbar al chico cartero corriendo desde la oficina de correos que le trae cartas a la familia de la esquina, la de al lado del boticario. Son noticias de sus primos de Madrid. El chico pecoso regresa rápidamente a la oficina de correos impaciente por entregar la siguiente carta.
Todos los niños están en la escuela y, si te asomas, verás al más revoltoso de la clase gastar una broma al maestro y también oirás un gran bostezo del que está más cerca de la esquina y no lleva bien lo de madrugar.
Luego, al medio día, todos se reúnen para comer y las calles se quedan momentáneamente vacías mientras la posada y el interior de las casas se llenan de actividad y sabrosos olores.
Al terminar los niños y niñas del pueblo salen al campo a jugar mientras los adultos se quedan echando una siesta bien merecida antes de volver a los campos, los talleres, los hornos...
Los sonidos vuelven a inundar todos los lugares, la posada se vacía y los corros de amigos que han quedado para comer vuelven a sus quehaceres.
El pasado invierno la abuela Ana se puso enferma. Inmediatamente tres voluntarios marcharon a buscar al doctor que vive en la villa vecina mientras el cascarrabias de Simón se quejaba del frío que hacía; nadie le presta atención, pues todos saben que a Simón todo le molesta.
El invierno termina y comienza la primavera que es la época favorita de la buena de Martina, si bien os acordáis ella es la que vende flores. Todos en el apacible pueblo lo saben y sonríen al ver su regordeta figura por los campos recogiendo flores y creando los ramos más hermosos. Los niños se desternillan de la risa al ver al pobre enamorado indeciso ante tantas flores, ¿cuáles serán las que más le gusten a su enamorada? Ante la burla de los niños, las niñas ponen una mueca de desagrado mientras continúan peinando a sus muñecas. Ellas disfrutan especialmente al entrar en la floristería de Martina e imaginan que algún día serán como Alba, la joven más guapa del pueblo, para que todas las mañanas aparezcan flores en sus ventanas...
Todo esto me lo contaba mi padre antes de ir a dormir. Cuando apagaba las luces de mi habitación con una sonrisa en los labios yo imaginaba aquel mágico lugar. Imágenes repletas de colorido se reflejaban en mis párpados cerrados. Me veía a mi misma corriendo por los verdes prados junto a mis amigas. Saltábamos algún que otro riachuelo hasta llegar al río que pasaba cerca del Pueblo y nos empapábamos los vestidos con el agua juguetona. Mientras los niños juegan a los caballeros.
El tiempo pasó y yo crecí, pero jamás olvidé aquel maravilloso lugar. Decidida a conocerlo aproveché un fin de semana para ello. Cogí un mapa, metí algo de ropa en la maleta y monté en el coche siguiendo el camino que me señaló mi padre hasta el Pueblo.
Cuando finalmente terminé el trayecto fruncí el ceño enfadada; me había perdido por completo. Yo buscaba un lugar idílico y de cuento y me encontraba en un pueblucho cubierto de carteles publicitarios construido al lado de una carretera y cuyos alrededores estaban repletos de postes eléctricos estropeando sus verdes prados. Incluso puedo jurar que a lo lejos se veía una fábrica.
Con los labios fruncidos agarré el mapa, me deshice del cinturón y me encaminé entre aquellas calles de paredes desconchadas. A cada momento que pasaba el nudo en el estómago se iba haciendo cada vez más y más grande, pues cada persona que hablaba afirmaba que yo estaba en el lugar correcto, que aquel era “el Pueblo”. Desconsolada me dejé caer sobre un escalón con el ceño fruncido.
- ¿Buscas algo?- preguntó la voz de una anciana desde la esquina.
Yo alcé la vista sorprendida hacia aquella mujer de largos cabellos blancos y mirada perdida. Asentí en respuesta, pero al ver que ella no hacía muestra de entenderme hablé:
- Sí.- pronuncié.
- ¡Oh!- exclamó ella.- Siéntate a mi lado y hablemos, a ver si esta pobre vieja puede ayudarte.
- Gracias.- dije yo.
- Y bien hija, ¿cómo te llamas?- me preguntó.
- Laura. ¿Y usted?
La anciana suspiró:
- Yo soy la abuela Ana.
Yo abrí los ojos sorprendida.
- ¿Entonces es este realmente el Pueblo?- pregunté.
Ella sonrió formándose más arrugas en su rostro.
- Oh, lo cierto es que no lo sé. ¿A ti te lo parece?
Yo fruncí el ceño:
- La verdad es que no.- dije en tono acusador.
Ella sonrió amablemente:
- Entonces no lo será.
- ¿Es que usted no lo sabe?- pregunté curiosa.
La abuela Ana se encogió de hombros:
- Hace tiempo que dejé de ver, pero, por desgracia, aún puedo oír.
Por mi parte observé con mayor atención el rostro arrugado de la anciana fijándome en sus ojos cristalinos y perdidos años atrás. ¡Vaya! Era ciega.
- ¿Qué ocurrió?- pregunté refiriéndome al Pueblo.
- ¡Ay, mi niña! La ciudad.- contestó con pesadumbre como si el peor de los demonio hubiera aparecido ante sus ojos.- Todos querían vivir allí y se han ido marchando; ya quedamos pocos en este lugar.
Yo resoplé enfurruñada:
- ¿Sabe que este era mi lugar favorito? ¿El sitio al que iba en todos mis sueños?
Para mi sorpresa la abuela Ana soltó una risotada y abrió los ojos con perspicacia:
- Sí, sí. Eso es lo que suele pasar...
- ¿El qué?- pregunté yo.
- Los que viven en el pueblo, anhelan la ciudad, los que viven en la ciudad desean el pueblo. Los que tienen miel quieren jamón. E incluso a veces los que están despiertos quieren dormir y los que duermen quieren despertar.
Yo la miré confundida:
- ¿Los que duermen son los muertos?- fue lo único que se me ocurrió preguntar.
La abuela Ana volvió a soltar una fuerte carcajada que sacudió su débil cuerpo.
- Puede ser.- contestó crípticamente guiñando un ojo en mi dirección.
- Vaya rollo.- me enfurruñé todavía más.
La anciana sonrió:
- No te enojes, pequeña. Es ley de vida: todos anhelamos lo que no poseemos y en ocasiones en nuestro afán por conseguirlo destruimos lo que ya tenemos...
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